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Españoles sin WhatsApp

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Vivir en minoría forja la personalidad. Esto lo saben bien los que viven de espaldas a WhatsApp en una España que no entiende a quien renuncia al poder establecido.

España sí es país para WhatsApp. Con los datos del último eurobarómetro en la mano, ningún otro país europeo utiliza tanto WhatsApp. Paralelamente, España es también quien menos utiliza el SMS: el 6% de los españoles envía mensajes de texto regularmente, el 62% no los envía jamás. Natural en un contexto en el que los SMS han tenido precios mucho más altos que en otros países. Para la comunicación directa y breve sin la intrusión de una llamada, la llegada de WhatsApp fue como la primavera.

La victoria de WhatsApp en España ha sido consolidarse como estándar. Es la primera aplicación (y en muchos casos, la única) en ser descargada en un smartphone y para bien o para mal es el epicentro de las comunicaciones: no tener WhatsApp en la España de 2016 es casi el equivalente a no tener teléfono móvil hace diez años. El barómetro del CIS de marzo no deja dudas: la mitad de los españoles usa mensajería instantánea, una proeza teniendo en cuenta que en la otra mitad abundan los niños que todavía no tienen móvil y los ancianos que viven sin 4G. De esos usuarios, el 98,1% ha “escogido” WhatsApp. Si acotamos únicamente al parque móvil actual (incluyendo teléfonos sin conexión a Internet), el 70% tiene WhatsApp instalado y en uso. La pregunta es… ¿qué ha movido a los pocos, poquísimos que viven de espaldas a WhatsApp?

Activista anti-WhatsApp

José Fos, un valenciano de 45 años, rompe con el estereotipo que se puede tener de alguien que vive alejado de WhatsApp en 2016. Es informático, hiperactivo en redes sociales y pionero de todas las apps que comienzan a llamar la atención. “Ahora ya un poco menos, antes me bajaba todo el día 1 de su salida. WhatsApp al principio era una app más para comunicarse, éramos pocos usándola, igual podías usar WhatsApp que Twitter, o que otras más”. Luego el servicio se masificó. Al poco, Fos pulsó el aspa de la desinstalación. Eso fue hace tres años y medio, y WhatsApp sigue sin volver a aparecer en su iPhone.

“Al principio la desinstalé sobre todo por temas de seguridad, que en esa época los mensajes se enviaban en texto plano, sin cifrar. También por cómo tambaleaban con el método de monetización, no era nada claro. A un usuario no le suele importar cómo viva la compañía, pero a mí sí me preocupaba cómo se sostenía y qué pedía a los usuarios. Además, no sacaban app de escritorio, no metían llamadas VoIP… Todo eso hizo que la acabara borrando.” Eso fue en 2013, ahora el dilema de la monetización está resuelto, sobre todo desde la compra por parte de Facebook. El de la seguridad, también. La versión web es una realidad y las llamadas, más de lo mismo. Pero Fos sigue resistiendo, ahora por otros motivos: “mi mayor problema ahora con WhatsApp es el mal uso. Está masificado, sobre todo por los grupos. Grupos de veinte personas en los que uno da los buenos días y envía una foto del negro de turno. Veinte personas interrumpidas gratuitamente.”

También apunta a un cambio de conducta interesante que se ha dado en menos de un lustro: “antes, los que teníamos Twitter éramos los únicos interrumpidos en una cena, por ejemplo. Y eran interrupciones que todavía tenían cierto valor. Ahora, a todo el mundo le interrumpen, todo el mundo para lo que está haciendo para mirar el teléfono. La gran mayoría de veces, por WhatsApp. Los grupos hacen que no se deje de mirar qué ocurre en la app. Y se hacen grupos de absolutamente todo”.

Permanecer aislado de WhatsApp también tiene implicaciones sociales y propicia situaciones de conflicto. “Cuando vendes algo por Wallapop, muchas veces te piden hablar por WhatsApp antes de cerrar la venta como forma de obtener un lazo más de confianza. Decir que no tienes WhatsApp no se entiende, muchas veces no se cree.” Se percibe como síntoma de desconfianza: no encaja que haya alguien usando Wallapop y no tenga WhatsApp. “Al final tengo que poner de excusa que no estaré en casa y mejor cierren la venta con mi mujer, que sí usa WhatsApp, diciendo que ella será quien esté en casa”. Renunciar a la app de mensajería estrella equivale a levantar suspicacias.

“Que me llamen”

Otro caso es el de Carlos Rodríguez, taxista madrileño de 56 años. En una ciudad en la que cada vez cuesta más encontrar un taxi que no utilice un servicio como MyTaxi, Hailo y compañía en un smartphone acostado en el salpicadero, Carlos es reacio a ellas. También a WhatsApp. “No me hago con esas cosas. Tener que aprender a usarlo y acordarme… qué pereza. Estoy más acostumbrado a llamar. Ni lo he instalado ni me he molestado en mirarlo, no me gusta. Tampoco he usado nunca los SMS.”

Pese a esta indiferencia absoluta frente a WhatsApp, sí nota cierta presión social para que se lo instale y comience a usarlo. Empezando por su familia y terminando por todo su círculo de amistades, le piden de forma frecuente que se atreva a dar el paso. Aunque según Carlos, “le da absolutamente igual”. En realidad es bastante fácil comprender el origen de esta animadversión: “no me gusta ni el teléfono móvil en general, lo llevo porque no me queda otro remedio, cómo me va a gustar WhatsApp”. Su uso del smartphone como tal, más allá de las llamadas de voz (“que me llamen, que para eso se inventaron los teléfonos”), se limita a consultar horarios de llegadas de trenes y aviones para saber cuándo ir a qué lugar y optimizar sus horas de trabajo. Donde no hay WhatsApp, mejor ni hablar de MyTaxi.

“Quiero centralizar todo en el ecosistema Apple”

Es el principal argumento de Daniel López, un barcelonés de 32 años que trabaja en mantenimiento industrial. Admite que tiene una parte de “activista anti-WhatsApp”, aunque lo que él prioriza es la posibilidad de utilizar iMessage, algo que con el tiempo ha conseguido con su familia y compañeros laborales. “En el trabajo, los he convencido para que se vayan pasando a iPhone, y finalmente a que conmigo al menos usen iMessage. Con mi familia algo parecido, llegó un punto en que tenía más familiares con iPhone que con Android.”

¿Y qué hay de los que no han dado el salto? “A ellos directamente les digo que si quieren algo, me llamen. O que me hagan una perdida y yo les llamo, no tengo problema. Y si me quieren enviar una foto, al mail. Pero no me instalo WhatsApp.” Con iMessage se ha encontrado una barrera de entrada elevada para muchos de sus conocidos: creen que iMessage es un servicio de pago, que cada mensaje cuesta dinero. Por supuesto, fruto de estar integrado en la app Mensajes, y fruto de vivir en España, tierra donde a diferencia de otras los SMS han sido durante lustros el equivalente comunicativo a la trucha cobrada a precio de marisco. “Ahora con lo que llegará en septiembre a iMessage [con iOS 10] será mucho más chulo, espero que más gente dé el salto”.

Más allá del propósito de anclarse al ecosistema de Apple, hay otros motivos. Por ejemplo, la privacidad. En WhatsApp, si algo abunda, son los grupos. “Un grupo para preparar una boda, por ejemplo. Sesenta personas, yo sólo conocía a diez. Cincuenta personas podían acceder desde ese momento a mi número y enviarme un mensaje. Yo no quiero eso.” En ese sentido, los grupos también tienen mucho que ver en la esencia de WhatsApp. “En los grupos de WhatsApp, los límites se difuminan. No es claro cuándo se habla de trabajo, cuándo se pueden hacer chistes, en qué momento sí y en qué momento no…”

También influye algo más: la naturaleza que los usuarios han dado a WhatsApp. O al menos, la que siente Daniel: según él, percibe algo en WhatsApp que no ocurre en otras redes o plataformas: la sensación de que el otro espera una respuesta inmediata. Sobre todo si el double-check delata a quien leyó el mensaje pero todavía no quiere o puede responder.

La anécdota de José Fos con Wallapop y la conversación por WhatsApp como lazo de confianza extra se repite, con un final más divertido, en el caso de Daniel. “He usado mucho Wallapop, y sí es cierto que muchas veces se quiere seguir la conversación por WhatsApp. Una vez accedí, dando el teléfono de mi mujer, ya que era una venta grande (un iMac) y la persona tenía que venir a casa, verlo, probarlo… Consecuencia: lo compró, y se pasó dos semanas haciendo preguntas como si fuéramos el servicio técnico o un amigo, ya que no tenía mucho conocimiento de ordenadores. Y no somos ni una cosa ni la otra. Mi mujer lo terminó bloqueando.”

“Renuncio a la obligación de estar conectado permanentemente”

Por no tener, Manuel González no tiene ni smartphone. Granadino de 35 años, astrónomo de profesión, vive con un teléfono móvil no-inteligente (y nos ahorramos el calificativo “tonto”). Eso sí, con tarifa plana de llamadas y SMS. “Me siento más libre así, huyendo de esta obligación. Vivimos cada vez más pendientes del móvil, de lo que ocurre en Internet, con una conectividad permanente. Renuncio a eso. Me puedo concentrar mejor en lo que hago: pasear, ir a la playa, leer… Sin interrupciones o distracciones.”

Por supuesto, no todo es este entorno idílico. En la España de esta década, la renuncia a WhatsApp se paga: “me siento algo excluido de mi grupo de amigos. Siempre ha de haber alguien pendiente de mí, o yo pendiente de él, para estar al tanto de los planes. Me he llegado a enterar por un amigo de algo que le ha ocurrido a mi hermana: quien tiene WhatsApp se entera antes de todo”.

Todo su círculo de amistades y familiares tiene WhatsApp, sin excepción. Incluyendo a su padre, de 75 años y con visión reducida, que lo utiliza sobre todo con mensajes de voz. “Soy el único. Siempre tengo que dar explicaciones de por qué no lo tengo. En mi trabajo no me hace falta tenerlo tampoco, soy un privilegiado, a mucha gente se lo exigen prácticamente. La presión social es muy grande”. No obstante, no nota que haya perdido amistades o contacto con conocidos en el largo plazo por no tener WhatsApp.

“Soy feliz en mi burbuja de Telegram igual que otros lo son en la suya de WhatsApp”

El más joven de la lista es Daniel Fernández, informático madrileño de 22 años. Por supuesto, tuvo WhatsApp durante mucho tiempo, hasta que él y su entorno (eminentemente, el universitario) descubrieron Telegram. Y con él, la posibilidad de usarlo desde el ordenador (cuando WhatsApp aún no tenía versión web, en un entorno de informáticos esto pasó a ser canónico). A eso se le sumó la opción de enviar grandes archivos a contactos y grupos. Al poco, Daniel evangelizó a su novia y sus padres.

A partir de ahí, se encontró con que todo su entorno estaba en Telegram. “Si alguno quedaba sin Telegram, no era de mi entorno más directo, y sabía que podía contactarme por otras vías, como Twitter”. El último empujón que faltaba para que Daniel también diese el paso menos habitual en España: pulsar el aspa para desinstalar WhatsApp.

Daniel también se sabe, en cierta forma, un privilegiado: apenas nota presión social por volver a instalarlo, ni siente que se pierde nada. “Si acaso, algunos grupos de eventos, cumpleaños, etc. Pero con saber que cuentan contigo, no hace falta mucho más. Mucha gente se sale de grupos de ese estilo para evitar los aluviones de mensajes”.

El gran motivo de Daniel es la existencia de Telegram, incluso ahora que WhatsApp ha incorporado mejoras respecto a la versión de hace dos años. “Uso mucho la conversación contigo mismo, ahí envío archivos, enlaces, de todo. Y ya tengo en Telegram mi burbuja, para qué voy a salir de ella. Igual que el que la tiene en WhatsApp y no ve motivos para probar nada más”.

Cuando el problema es tecnológico

Normalmente las principales razones a las que se aluden para justificar la renuncia a WhatsApp, como hemos visto, se centran en las sociales, la preferencia de alternativas o la voluntad de permanecer desconectado. Para Roberto Santalla, un ingeniero informático leonés de 23 años, las causas son sobre todo tecnológicas.

“La principal razón es la privacidad. No puedo ocultar mi estado en línea. Ocultar la hora de última conexión es una tontería si los estados online le llegan a todos tus contactos.” Roberto se refiere a que el estado “en línea” es imposible de ocultar, así que cualquiera que esté con la conversación abierta puede saber si la otra persona está conectada, aunque haya ocultado su última hora de conexión. Y por supuesto, los grupos también salen a la luz. “Sólo con invitarme a uno, todos los integrantes saben mi número de teléfono y me pueden agregar y hablar. Hasta hace poco había otra razón, que era que no había manera de cifrar los mensajes de extremo a extremo. Ahora se cifran, con un protocolo supuestamente seguro”.

También echa de menos una aplicación de escritorio que le permita usar WhatsApp desde el ordenador. No le vale con la versión web estrenada a principios de 2015. “No permite clientes de terceros, y no tiene una API abierta. Esto no me parece vital, pero siempre está bien tener la posibilidad”.

Con información de Hipertextual.

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